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La casa (de huéspedes) de los horrores

Está en Bluefields, Costa Caribe nicaragüense. Nada más llegar a puerto desde El Rama. A mano derecha, entre un pequeño cafetín y un puesto de fruta, hay una entrada angosta con el suelo de barro y olor a agua podrida. Da inicio a un estrecho corredor por donde es posible avanzar abriéndose paso entre láminas de zinc desbaratadas. Al fondo se vislumbran unas verjas oscuras. Hay alguien viendo la televisión tras ellas. Está de espaldas a nosotros, tirado sobre una hamaca, con el mando a distancia apuntando a un pequeño televisor colgado del techo. Llamamos:

– Hola, ¿Tienen habitaciones?

– Sí- dice una voz desde la hamaca. Es femenina, aunque grave.

– ¿Cuánto vale la noche?

– 50 córdobas- dice la voz sin volverse de su lugar

– ¿Puede enseñárnosla?

– Hmphffff- emite un quejido al tener que levantarse

Nos encontramos ante una señora gruesa, vestida con un pijama o chándal algo sucio. La barriga se le desborda de la cintura. El pelo desgreñado apenas deja ver sus pequeños ojos negros. Nos invita a pasar, sin decir nada. Recoge las llaves de una mesita y se dispone a subir unas escaleras de madera. Ascendemos tras ella, con cuidado de no tropezar con los peldaños. El piso superior es un estrecho corredor de madera vieja pintado de azul chicha. Pasamos apretados entre las paredes siguiendo el trasero de la voluptuosa ama de llaves.

El pasillo hace algunos recodos abruptos en el camino hacia nuestra habitación. El ambiente es angustioso: hace calor, mucho calor. Pareciera que el pasadizo no se hubiese ventilado en años. De una de las puertas escapa un extraño hedor: debe ser el baño. Afortunadamente para mí, pienso, puedo mear en la calle. Mi acompañante, Paula, quien realiza conmigo el viaje hacia Corn Island, no tiene la misma posibilidad. Tras un buen número de giros llegamos a nuestra habitación: es la última del segundo piso. Mejor dicho, la última «bis». El final del corredor es una pared de madera en forma de V hacia adentro con dos puertas que confluyen en el vértice. Dos grandes candados las custodian. Parecieran celdas de aislamiento de cualquier prisión, o algo peor. La de la izquierda son nuestros aposentos.

Traspasamos el inquietante umbral. La habitación es un cuadrado casi perfecto. No es tan pequeña como la imaginaba, pero la atmósfera producida por el aire viciado produce un sofoco que disminuye sus dimensiones. No tiene ventanas, ni una. Sospecho que los habitáculos vecinos tampoco. El techo es del mismo zinc raído que el pasadizo antesala del hospedaje. Tan sólo hay dos muebles: una pequeña mesa de madera, pintada también del extraño color azul, y un viejo camastro con un colchón al que le suenan las entrañas como a un coche roto. Por supuesto, no tiene sábanas. La almohada es mejor ni mirarla. Está algo más oscura de lo deseado.

Por suerte, la afluencia de zancudos, los enormes mosquitos de Nicaragua, es exigua. No sé por qué no me extraña. Qué mosquito iba a poder entrar a un lugar tan cerrado. Miro a Paula con una sonrisa incrédula. Ella me devuelve la misma expresión. La señora se va y nos deja sentados en la cama. Es entonces cuando descubrimos que no estamos solos. Del otro lado de la estrecha pared de madera suena un súbito estruendo, como si un elefante acabase de entrar en la habitación. Un ataque de tos está teniendo lugar en la estancia contigua. Cuál es nuestra sorpresa cuando a los carraspeos les siguen una serie de escupitajos. Tengo que cenar en breve pero… ¡Joder, voy a tener que sacar agallas para hacerlo!

Paula tiene que ir al baño. No debe estar en las mejores condiciones. No tarda mucho en volver. Lo hace con un extraño gesto dibujado en su rostro:

– HÉCTOR, NUNCA, NUNCA ENTRES AHÍ- me dice. No grita. Las mayúsculas son para resaltar su cara desencajada. Puedo ver el terror en sus ojos.

Por una vez,  mi naturaleza curiosa no encuentra deseo de entrar al lugar. El hedor llega hasta la habitación. Sólo vislumbrar el cagadero por la puerta entreabierta del pasillo es suficiente para perder todo el interés en penetrar allí.

-Iré a mear a la calle- pienso.

Tenemos que dormir unas horas. Nos espera un largo viaje hacia Corn Island el día siguiente. El carraspeo y los posteriores escupitajos no dejan de ‘fluir’ desde la habitación de al lado. Al apagar la luz, por supuesto, se intensifican. Por suerte, comienza a caer algo de lluvia sobre la ciudad caribeña. Aunque produce un gran estruendo sobre las láminas de zinc que componen el techo de la habitación, es sin ninguna duda un concierto muchísimo más agradable que la barroca melodía de salivazos y ruidosas sacudidas de la estancia contigua. Gracias al ruido de la tormenta podemos conciliar el sueño en un lugar tan singular. No he podido recordar su nombre. Quizá ni siquiera lo tenga.