Encontrar la manera de dormir cuando estás rodeado por decenas de mosquitos tropicales en una habitación sin ventilador -algo ahuyentan- es complicado. Una solución podría ser dejar la mente en blanco, intentar olvidar que estás siendo vampirizado y concentrarte en el sueño en vez de en las picaduras. Pero seamos realistas, para un occidental acostumbrado a insectos mucho menos insistentes es una tarea difícil. Más aún si el lugar donde estás durmiendo se encuentra junto a un río. Allí es donde ponen sus huevos. Como consecuencia, ni la violencia sirve: por cada mosquito muerto volverán dos más con ganas de guerra.
En esas me hallo, a orillas del pacífico, en la aislada localidad nicaragüense de El Ostional. Salvador, mi anfitrión, ha dispuesto muy amablemente su oficina como improvisada habitación para pasar la noche. Me avisa:
-¿Quieres una red para los mosquitos?
Rehuso la propuesta. Nunca he sido muy amigo de esos utensilios. Además, tampoco había dónde colgarlo. Craso error: a los treinta minutos, cuando él ya se había ido, acepto que no iba a dormir mucho esa noche. Llega un momento en que se pierde la noción del tiempo. No sabes si has estado tirado en el colchón durante una hora o tres. La melodía de la noche es constante: un remanso de paz adornado con la bella orquesta de las olas rompiendo contra la arena. Sería idílico de no ser por el otro sonido nocturno, un incesante ZZZZZZZ.
-ZZZZZZZZZZZZZZZZ ZZZZZZZZZZZZZZZZ
-ZZZZZZZZZZZZZZZ ZZZZ ZZZZZZZZZZZZZZZZ
-Todo tranquilo, ya se han id… ¡PERO NO! ZZZZZZZZZZZZZZZ ZZZZZZ ZZZZZZZZZ
El ruido de los zancudos, los enormes mosquitos de Nicaragua, pasa cada pocos segundos por los oídos. ZZZZZZZZ ZZZZZZ Algunas veces pasan más lejos, otras más cerca. Cuando eso sucede, se pueden incluso sentir las diminutas ondas de aire despedidas por sus alas.
De repente, empieza a picar la espalda. Mierda. Me había dado la vuelta unos segundos antes y la sábana había dejado al descubierto esa parte. Vuelvo a ponerla en su sitio. Sin embargo, ni eso funciona en muchas ocasiones: algunos mosquitos intrépidos pueden atravesar las sábanas y hacer un verdadero estropicio a través de ellas. Me pican las muñecas, algo muy desagradable, pero intento no pensar en el escozor.
Me levanto y me pongo la sudadera. Quizá sea lo mejor para que no me piquen en el brazo. No van a poder atravesar su grosura. Efectivamente, no pueden. Pero estoy durmiendo en el trópico y, aunque es bien conocida la capacidad del mar para suavizar las temperaturas, el sudor de mi frente y la sensación de ahogo me obligan a cambiar parte del plan: me quito la camiseta interior y dejo la sudadera puesta. El calor desciende, parece que las cosas mejoran.
Pienso en taparme mejor. Con mucho trabajo, consigo que sólo me quede al descubierto una pequeña parte de la cara, lo necesario para respirar y evitar una desgracia en mi afán por librarme de los zancudos. Pero mi plan tiene un fallo: ha quedado al descubierto una parte de la cara. Los mosquitos no son muy dados a picarte en el rostro, pero no les queda más remedio en esta ocasión. Y ejecutan a la perfección su plan. Un mosquito espía, silencioso, me pica en la cara a traición… incluso en el borde del labio. Cuando te muerden en esa lugar tan sensible, puedes sentir cómo crece el bulto alérgico poco a poco. Lo bueno es que no pueden picar más ahí. Lo malo es que tu cara parece un volcán en erupción.
Se hace de día y pienso que no he dormido más que una hora y media, como mucho, de manera intermitente. Eso sí, el espectáculo ante mis ojos, un precioso amanecer en primera línea de la playa de El Ostional, no tiene parangón. La noche ha merecido la pena con semejante alba. Eso sí, la próxima vez encontraré como sea la manera de colgar el mosquitero y, aunque se filtre menos brisa, recordaré que mis amigos los zancudos están esperando impacientes tras la red.